Te imagino. Ya no como el niño en el pesebre. Te imagino. Ya no como el hombre desvalido, desnudo y molido clavado en la cruz.
Te imagino, Amado Mío, como te veré. Como un Juez, un hermoso hombre fuerte. Imagino tu rostro. La dulzura de tu sonrisa. El fuego encendido de tus ojos, tu pelo de nieve. Te imagino. Tu barba como una preciosa cascada. No es tan larga. Sólo cubre tu rostro perfecto hasta el cuello. Justamente ahi donde empieza tu camisa. Se adivina un cuerpo perfecto. Tallado a mano por el cincel de un artesano. De pronto miro tus manos. En la mano derecha llevas un bordón de oro. Una especie de cayado reluciente. En la mano izquierda llevas, en cambio, dos pesadas tablas de piedra. Amado Mío, tú, para quien soy gota, cascada, mar y río, tú me miras. ¿Qué podría hacer? Llena de temor bajo mi mirada. Con presteza descubro tus hermosas piernas cubiertas hasta la rodilla por una especie de pollera romana. Y tus pies. Esos que anunciaron la paz. Tantas veces. Tus pies en tus sandalias de bronce lustrado. Son tan bellos, mi amado. Son la perfecta terminación de tus perfectas piernas, como de mármol. ¿Quién podría resistirse a tu mirada, Amado Mío? Yo no puedo. Y te miro. Me siento tuya. Quiero servirte siempre. Hacer lo que quieras. Quiero entregarte mis horas, mi vida, mi ser. Aunque muera. Moriré luchando. Por tí, mi amado Jesús.
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